“Le quedaban meses de vida… y donó sus juguetes al hospital para otros niños.”

“Le quedaban meses de vida… y donó sus juguetes al hospital para otros niños.”


Cuando el doctor pronunció el diagnóstico, sentí que el mundo se detenía. Tres meses, quizá cuatro con suerte. Volteé hacia Mateo, mi pequeño de seis años, que jugaba en el suelo del hospital con sus carritos, ajeno a las palabras que acababan de destrozar mi corazón.

—Mamá, ¿por qué lloras? —me preguntó, levantando la mirada con esos ojos enormes y brillantes.
—No es nada, mi amor… solo me entró algo en el ojo —respondí, tratando de contener las lágrimas.

Los días siguientes fueron un torbellino de medicinas, tratamientos y noches sin dormir. Sin embargo, Mateo, mi guerrero, enfrentaba todo con una valentía que me dejaba sin palabras. Una tarde, mientras ordenaba sus juguetes, me sorprendió con una pregunta que me atravesó el alma.

—Mami, ¿hay niños aquí que no tengan juguetes?
—Sí, cariño, algunos no tienen tantos como tú.

Guardó silencio, acariciando su dinosaurio favorito, aquel que lo acompañaba desde los tres años.
—Entonces quiero que jueguen con los míos. No quiero que estén tristes.
—Pero, hijo, son tuyos…
—Ya sé —me interrumpió con una sonrisa que llenaba de luz la habitación—. Pero si me voy con los angelitos, otros niños van a necesitar compañía. ¿Me ayudas?

Las lágrimas rodaron por mi rostro. A su corta edad entendía lo que a muchos adultos les cuesta toda una vida: el amor crece cuando se comparte.

Pasamos la tarde empacando. Cada juguete llevaba consigo una historia:


—Este carro rojo es rápido, que el niño que lo reciba sepa que puede volar si lo empuja fuerte.
—Y esta muñeca se llama Luna, protege en las pesadillas. Que la tenga una niña con miedo.

Al llegar a su dinosaurio, se detuvo.
—Este es especial. Pero quiero darlo. Solo escribe una carta. Diles que se llama Rex y que siempre cuida a los niños valientes.

Con la voz quebrada, escribí lo que me dictaba. Y al final añadió:
—“Espero que no tengas miedo. Rex y yo vamos a cuidarte desde donde estemos.”

El día de la entrega, Mateo insistió en repartirlos uno por uno en pediatría. Vi cómo las caritas de otros niños se iluminaban con cada obsequio. Esa noche, recostado en mi regazo, me dijo:
—Ahora sí van a poder jugar. ¿Hice bien, mami?
—Hiciste algo maravilloso, mi héroe.

Dos semanas después, en una mañana tranquila de abril, Mateo se fue. Pero sus juguetes siguieron regalando sonrisas.

Meses más tarde recibí una carta de la doctora:
“Los juguetes de Mateo han alegrado a más de cincuenta niños. Su historia inspiró a otras familias; tres más han seguido su ejemplo. Su hijo no solo fue valiente, también nos enseñó el verdadero significado de la generosidad.”

Esa noche miré al cielo y susurré:
—Gracias, hijo mío, por enseñarme que aun en la oscuridad se puede ser luz para otros.

Y juro que una estrella brilló más fuerte que nunca, como si Mateo me dijera: valió la pena.

Related Post